sábado, 13 de diciembre de 2014

El Cuento en México 1934-1984


Por Carlos Monsiváis

Como alternativa cultural y social, el cuento en México surge re­lativamente tarde y casi se diría a petición del público. Por lo pronto, hay que satisfacer la demanda de "espejos en el camino", y mientras llegan las grandes novelas, conviene prodigar crónicas, cuentos, textos sin clasificación posible. Los románticos son los primeros en ver en el cuento un vehículo idóneo para sus vidas y pasiones.

Tómese un cuento de fin de siglo, "Fragatita", de Alberto Leduc. En el brevísimo relato no hay recri­minación, no hay moraleja y el criminal no expía su culpa. O los acontecimientos son inicuos o son idílicos, y entre ambos extremos nada más queda —a veces— la crónica amable y sentimental. Gutiérrez Nájera, en sus colecciones de cuentos y crónicas, es un crítico angustiado por la brutal inarmonía de la sociedad, y Micros es un manejador admirable del rencor social.
Con los criterios de hoy, el cuento mexicano del siglo XIX resulta ingenuo. Lo que fue virtud moral es hoy cadena perpetua: como ahora el lector ya sabe, la mayoría de estos relatos sólo encuentra acomodo en la historia de la literatura.





Ya no son peones golpeados como perros o perros golpeados como peones, si­no seres cuya complejidad se nutre de la compulsión de venganza. El mejor libro de relatos del periodo, sean cuentos o crónicas, es El águila y la serpiente (1 928) de Martín Luis Guzmán, estampas de los años de la revolución armada, donde la exactitud verbal equilibra la voluntad irrefrenable de los personajes, su relativización de la existencia, su dignidad acrecentada ante la muerte.

Pero si hay, durante unos años, estímulos para libros como La línea de fuego. Los indios son tristes... y estos relatos también. En la década de los cuarentas, publican sus obras iniciales tres escritores fundamentales: José Revueltas, Juan José Arreóla y Juan Rulfo. Si la modernidad es la meta suprema, también el ánimo inaugu­ral, debe aplicarse al cuento. AI cuento lo cercan dos incomprensiones.

Primero, el auge de la novela fomenta entre algunos escritores y bastantes lectores la idea del relato breve como actividad secundaria. Además de operación comercial, el boom de la literatura latinoamericana es descubrimiento conjunto del esplen­dor de la literatura en lengua española.
En todos los países, los jóve­nes leen a Lezama Lima, Paz, Vallejo y Neruda, y en el terreno específico del cuento, se sorprenden con Onetti, García Márquez, Cortázar, Fuentes, Bioy Casares, Rulfo. En un me­dio de barbarie y primitivismo, ser culto es ser otro. Siempre lo ha habido, y poderosamente, pero su alcance era restringido. Sin convertirlo en "año milagroso", sí le adjudico al 68 la condición de ruptura histórica, social y cultural.

En este gran salto social y cultural, los narradores que desean corresponder debidamente a la nueva temática, asumen los requeri­mientos formales. Si "la novela realista presentaba los acontecimien­tos con la intención de que pareciesen naturales" (Juan Franco), la narrativa contemporánea declara abolidas la fidelidad monógama a las tendencias, la lealtad a sentimientos de "desarraigo" (cosmopolitismo) y sentimientos de "culpa"  (realismo social). "Martín Luis Guzmán —señala Juan Franco— presenta a los personajes como perteneciendo a su mundo del que el intelectual queda separado (por ser, en última instancia, superior).

Esto libera la expresión en cine, teatro y literatura. Las modas tienden a susti­tuir la opresión de reglas, y el espacio de la literatura es mucho ma­yor, social y técnicamente hablando. Abunda la literatura de compromiso y denuncia. Se consolida una litera­tura de mujeres, feminista por exigencia moral y política, pero no proselitista. En este panorama, el cuento, arrinconado largo tiempo por las convenciones sociales y el éxito de la novela, establece su sitio y reclama su público.