martes, 16 de diciembre de 2014

Cuento Detrás de la Puerta


Aquella noche, mientras cenaban, él lo sacó y lo puso junto al plato de Doris. Ésta lo miró y se llevó una mano a la boca.
—Dios mío, ¿qué es esto? —Levantó la vista y le miró con ojos ra­diantes.
—Bueno, ábrelo.
Doris cortó la cinta y el papel del paquete cuadrado con sus uñas afiladas, mientras su pecho se movía agitado. Larry la observó con atención cuando levantó la tapa. Encendió un cigarrillo y se apoyó en la pared.
—¡Un reloj de cuco! —exclamó Doris—. Un auténtico reloj de cuco antiguo, como el que tenía mi madre. —Dio vueltas sin parar al re­loj—. Igual que el de mi madre, cuando Pete aún vivía. —Sus ojos brillaban de lágrimas.





—Está fabricado en Alemania —explicó Larry, y al cabo de un mo­mento añadió—: Carl me lo consiguió a precio de mayorista. Conoce a un tipo que trabaja en el negocio de relojería. De lo contrario, no habría podido... —Se interrumpió.
Doris emitió una risita.
—Quiero decir que, de lo contrario, no me lo habría podido per­mitir. —Torció el gesto—. ¿Qué te pasa? Ya tienes tu reloj, ¿no? ¿No era lo que querías?
Doris estaba sentada abrazando el reloj, tenía los dedos apreta­dos contra la madera de color pardo.
—Bueno —dijo Larry—. ¿se puede saber qué pasa? Contempló asombrado como ella se levantaba de un salto y salía corriendo de la habitación, sin soltar el reloj. Meneó la cabeza.
—Nunca están satisfechas. Todas son iguales. Nunca tienen bas­tante. —Volvió a sentarse y acabó de cenar.
El reloj de cuco no era muy grande. Sin embargo, estaba hecho a mano y tenía grabados en la suave madera incontables adornos. Doris se sentó en la cama, secó sus ojos y abrazó el reloj. Consultó su reloj de pulsera y movió las manecillas del otro hasta que se­ñaló las diez menos dos minutos. Colocó el reloj sobre la cómoda y lo apuntaló.
Se sentó a esperar, mientras se retorcía las manos sobre el rega­zo: esperaba a que el cuco saliera, a que sonara la hora.
Mientras aguardaba pensó en Larry y en lo que había dicho. Y también en lo que ella había dicho, por cierto, si bien no podía culparse de nada. Al fin y al cabo, no podía seguir escuchándole eternamente sin defenderse. No se gana nada callando.
De pronto, se frotó los ojos con el pañuelo. ¿Por qué tenía que haber dicho aquello, lo de conseguirlo a precio de mayorista? ¿Por qué tenía que estropearlo todo? Si pensaba así, no tenía por qué sol­tarlo de buenas a primeras. Apretó los puños. Era tan mezquino, tan asquerosamente mezquino.
Pero estaba contenta con el pequeño reloj, con su suave tictac, con sus graciosos bordes enrejados y la puerta. Detrás de la puerta estaba el cuco, esperando el momento de salir. ¿Estaría escuchando, con la cabeza ladeada, esperando a oír la hora para salir?
¿Dormiría entre horas? Bueno, no tardaría en verlo. Se lo pre­guntaría. Y le enseñaría el reloj a Bob. Le encantaría. A Bob le gus­taban las antigüedades, hasta los sellos y los botones antiguos. Cla­ro que la situación era un poco delicada, pero Larry se quedaba en la oficina mucho tiempo, y eso ayudaba. Si Larry no telefoneara a veces para...
Se oyó un zumbido. El reloj se estremeció y la puerta se abrió al instante. El cuco se deslizó hacia fuera velozmente. Se detuvo y paseó la mirada a su alrededor con solemnidad, examinándola a ella, la habitación y los muebles.
—Sigue —le dijo—. Estoy esperando.
El cuco abrió el pico. Zumbó y gorjeó, rápida, rítmicamente. Des­pués, tras un momento de contemplación, se retiró. Y la puerta se cerró de golpe.
Ella estaba maravillada. Palmoteo y giró sobre sí misma. ¡El cuco era asombroso, perfecto! De qué forma había mirado a su alrededor, estudiándola, contemplándola de arriba abajo. Le había caí­do bien, estaba segura. Y ella, por supuesto, le quería muchísimo. Era justo como esperaba.
Doris se acercó al reloj. Se inclinó sobre la pequeña puerta, con los labios casi pegados a la madera.
—¿Me oyes? —susurró—. Creo que eres el cuco más maravilloso del mundo. —Hizo una pausa, turbada—. Espero que te guste vivir aquí.
Luego volvió abajo, poco a poco, con la cabeza erguida.
Larry y el cuco se llevaron mal desde el primer momento. Doris decía que era culpa de él por no darle cuerda bien, y al cuco no le gustaba funcionar a medio gas todo el tiempo. Larry dejó en manos de Doris esa tarea. El cuco surgía cada cuarto de hora y agotaba la cuerda hasta el final. Alguien tenía que cuidar siempre de él y vol­ver a darle cuerda.
Doris hacía lo que podía, pero se olvidaba muchas veces. Enton­ces. Larry arrojaba el periódico con un gesto premeditado de cansancio, se levantaba y entraba en el comedor, pues el reloj seguía colocado sobre la repisa de la chimenea. Lo bajaba y le daba cuer­da, sin descuidarse nunca de apoyar el pulgar sobre la puerta.
—¿Por qué apoyas el pulgar sobre la puerta? —le preguntó Doris en una ocasión.
—Es lo que se debe hacer.
—¿Estás seguro? —preguntó ella, enarcando una ceja—. Puede que sea porque no quieres que salga cuando estás tan cerca.
—¿Por qué no?
—Quizá le tienes miedo.
Larry rió. Devolvió el reloj a su sitio y quitó el pulgar con cau­tela. Aprovechó que Doris no le miraba para examinarse el dedo.
Todavía se veía la marca del corte sufrido en la yema. ¿Quién, o qué, le había picoteado?
Un sábado por la mañana, cuando Larry se encontraba en su ofi­cina, ocupado con unas cuentas especiales muy importantes, Bob Chambers se acercó al porche delantero y tocó el timbre.
Doris estaba tomando una ducha rápida. Se secó y se puso la bata. Bob entró sonriente cuando abrió la puerta.
—Hola —dijo, mirando a su alrededor.
—No hay problema. Larry está en la oficina.
—Estupendo. —Bob contempló las esbeltas piernas que la bata de­jaba al descubierto—. Tienes un aspecto magnífico.
—¡Ten cuidado! —rió Doris—. Creo que no debí dejarte entrar. Intercambiaron una mirada, divertidos y asustados al mismo tiempo.
—Si quieres, me... —empezó Bob.
—No. por el amor de Dios. —Le tomó por la manga—. Pero apártate para que pueda cerrar la puerta. Ya sabes que la señora Peters vive enfrente. —Cerró la puerta—. Quiero enseñarte algo. Aún no lo has visto.
—¿Es una antigüedad, o qué? —se interesó Bob. Ella le tomó por el brazo y le condujo al comedor.
—Te encantará, Bobby. —Se detuvo, con los ojos muy abiertos—. Eso espero. Es necesario, absolutamente necesario que te guste. Signi­fica mucho para mí... Él significa mucho.
—¿Él? —Bob frunció el ceño—. ¿Quién es él?
—¡Tienes celos! —rió Doris—. Ven. —Un momento después se ha­llaban frente al reloj, contemplándolo—. Saldrá dentro de unos minutos. Ya lo verás. Sé que los dos se llevarán muy bien.
—¿Qué opina Larry de él?
—No simpatizan. A veces, si Larry está aquí, no sale. Larry se pone como loco si no sale a tiempo. Dice...
—¿Qué dice? —Doris bajó la vista.
—Siempre dice que fue un robo, a pesar que lo consiguió a pre­cio de mayorista. —Su rostro se iluminó de alegría—. Pero yo sé que no sale porque Larry no le cae bien. Cuando estoy sola sale en mi honor cada quince minutos, aunque sólo debería hacerlo cuando dan las horas. —Levantó la vista hacia el reloj—. Sale a verme porque le apetece. Charlamos, le cuento cosas. Me gustaría guardarlo en mi cuarto, claro, pero no estaría bien.
Se oyeron unos pasos en el porche delantero. Intercambiaron una mirada, horrorizados.
Larry. malhumorado, empujó la puerta de la calle. Dejó el ma­letín en el suelo y se quitó el sombrero. Entonces, reparó en la pre­sencia de Bob.
—Chambers. Maldito seas. —Entornó los ojos—. ¿Qué haces aquí?
Entró en el comedor. Doris se ciñó la bata, indecisa, y retrocedió.
—Yo... —empezó Bob—. Quiero decir, nosotros... —Se calló, miran­do a Doris.
De pronto, el reloj se puso a zumbar. El cuco surgió como una exhalación, emitiendo su canto. Larry se dirigió hacia él.
—Corta el rollo —dijo. Amenazó al reloj con el puño. El cuco en­mudeció y se retiró. La puerta se cerró—. Así está mejor.
Larry miró fijamente a Doris y a Bob, que se mantenían muy juntos y en silencio.
—He venido para echar un vistazo al reloj —dijo Bob—. Doris me explicó que es una antigüedad muy curiosa y que...
—Tonterías. Lo compré yo. —Larry se acercó a él—. Largo de aquí. —Se volvió hacia Doris—. Y tú también. Llévate ese maldito re­loj contigo. —Calló y se acarició el mentón—. No. Déjalo aquí. Es mío; yo lo compré y pagué una buena cantidad por él.
Durante las semanas que siguieron a la marcha de Doris, Larry y el cuco se llevaron peor que nunca. En primer lugar, el cuco se quedaba dentro casi siempre, incluso a mediodía, el momento que le exigía mayor dedicación. Y si salía, sólo cantaba una o dos ve­ces, pero nunca el número correcto. Además, en su voz se distin­guía una nota hosca, poco cooperativa, un sonido desagradable que tenía la virtud de inquietar e irritar un poco a Larry.
Pero seguía dando cuerda al reloj porque la casa estaba muy si­lenciosa y tranquila y le ponía nervioso no oír a nadie merodeando, parloteando o tirando cosas al suelo. Hasta el zumbido del reloj le resultaba consolador.
Sin embargo, no le gustaba el cuco. Y a veces hablaba con él.
—Escucha —dijo una noche a la pequeña puerta cerrada—. Sé que pue­des oírme. Debería devolverte a los alemanes, a la Selva Negra.
—Paseó arriba y abajo—. Me pregunto qué estará haciendo esa pareja ahora. Ese joven inútil, con sus libros y sus antigüedades. A un hombre no le deben interesar las antigüedades; es cosa de mujeres. —Apretó los dientes—. ¿No es cierto?
El reloj no contestó. Larry se situó frente a él.
—¿No es cierto? —preguntó—. ¿No tienes nada que decir? Miró la esfera del reloj. Eran casi las once, faltaban unos segundos para la hora.
—Muy bien. Esperaré a las once. Después, quiero oír lo que ten­gas que decir. Desde que ella se marchó, llevas unas semanas muy callado. —Sonrió con ironía—. Tal vez no te gusta estar aquí desde que ella se marchó. —Le miró con severidad—. Bien, pagué por comprarte, y vas a salir tanto si te gusta como si no. ¿Me oyes?
Las manecillas señalaron las once en punto. A lo lejos, en el otro extremo de la ciudad, el reloj de la torre desgranó las campanadas cansadamente. Pero la pequeña puerta siguió cerrada. Nada se movió. El minutero prosiguió su camino y el cuco no dio señales de vida. Estaba dentro del reloj, escondido en alguna parte, silencioso y apartado.
—Muy bien, como tú prefieras —murmuró Larry. torciendo los la­bios—, pero no es justo. Tu deber es salir. Todos tenemos que hacer cosas que no nos gustan.
Se dirigió como un alma en pena a la cocina y abrió la enorme nevera reluciente. Mientras se preparaba una copa, pensó en el reloj.
No había ni sombra de duda: el cuco debía salir, con Doris o sin Doris. Ella le había gustado desde el primer momento. Se habían llevado muy bien. También le gustaba Bob, estaba seguro: le habría visto lo bastante como para llegar a conocerle, probablemente. Se­rían muy felices juntos, Bob, Doris y el cuco.
Larry terminó su copa. Abrió el armarito que había debajo del fregadero y sacó el martillo. Lo transportó con cautela hasta el comedor. El reloj hacía tictac suavemente en la pared.
—Mira —dijo, agitando el martillo—. ¿Sabes qué es esto? ¿Sabes lo que voy a hacer con él? Primero, me ocuparé de ti. —Sonrió—. Gentuza de la peor especie, eso es lo que son..., los tres.
La habitación estaba en silencio.
—¿Vas a salir, o tengo que entrar a buscarte? El reloj zumbó levemente.
—Sé que estás ahí dentro, te oigo. Vas a hablar por los codos, para compensar estas tres últimas semanas. Según mis cálculos, me debes...
La puerta se abrió. El cuco salió como un rayo. Larry estaba mi­rando fijamente el reloj, con el ceño fruncido. Levantó la vista y el cuco le alcanzó de lleno en el ojo.
Se desplomó, acompañado del martillo, la silla y todo lo demás, y golpeó el suelo con un tremendo impacto. El cuco se quedó in­móvil durante un momento, con su cuerpo erguido. Después, entró de nuevo en su casa. La puerta se cerró de golpe.
El hombre yacía en el suelo, tendido en una postura grotesca, con la cabeza ladeada. Nada se movía. En la habitación reinaba un silencio absoluto, sólo roto, naturalmente, por el tictac del reloj.
—Entiendo —dijo Doris, con el rostro tenso. Bob la rodeó con un brazo, intentando consolarla.
—Doctor, ¿puedo preguntarle una cosa? —dijo Bob.
—Por supuesto —respondió el médico.
—¿Tan fácil es romperse el cuello al caer de una silla? La distan­cia al suelo era escasa. Sospecho que tal vez no fue un accidente. ¿Existe alguna posibilidad que haya podido ser...?
—¿Un suicidio? —El médico se frotó el mentón—. No conozco nin­gún caso de suicidio semejante. Fue un accidente, estoy seguro.
—No me refiero a suicidio —murmuró Bob para sí, mirando el reloj de pared—. Me refiero a otra cosa. Pero nadie le oyó.