sábado, 13 de diciembre de 2014

Cuento James P. Crow


—ERES UN REPUGNANTE... SER HUMANO —chilló de mal humor el robot tipo Z recién salido de la fábrica.

Donnie enrojeció y se escabulló. Era cierto. Era un ser humano, un niño humano. La ciencia no podía hacer nada por remediarlo. Estaba condenado a ello. Un ser humano en un mundo de robots.
Deseó morir. Deseó yacer bajo la hierba, que los gusanos le comieran, reptaran por su interior y le devoraran el cerebro, su pobre y miserable cerebro humano. Z-236r, su compañero robot, no tendría a nadie con quien jugar y sufriría remordimientos.

—¿Adónde vas? —preguntó Z-236r.

—A casa.

—Marica.





Donnie no replicó. Recogió su ajedrez tetradimensional, lo guardó en el bolsillo y se dirigió entre las hileras de ecardas hacia los sectores de los humanos. Z-236r se quedó centelleando bajo el sol del atardecer, como una torre pálida de metal y plástico.

—Me importas un huevo —gritó Z-236r—. Además, ¿quién quiere jugar con un ser humano? Vete a casa. Hueles mal.

Donnie no dijo nada, pero se encogió un poco más, y su barbilla se hundió contra su pecho.

—Bien, ya ha ocurrido —dijo el deprimido Edgar Parks a su esposa, sentada frente a él a la mesa de la cocina.

Grace levantó la vista al instante.

—¿El qué?

—Donnie ha aprendido hoy cuál es su sitio. Me lo dijo mientras me estaba cambiando. Uno de los nuevos robots estaba jugando con él. Le llamó ser humano. Pobre niño. ¿Por qué demonios nos lo tendrán que restregar por la cara? ¿Por qué no nos dejan en paz?

—Ya entiendo por qué no ha querido cenar. Está en su cuarto. Sabía que algo había pasado. —Grace tocó la mano de su marido—. Lo superará. Todos hemos de aprender por las malas. Es fuerte. Se rehará.
Ed Parks se levantó de la mesa y entró en la sala de estar de su modesta vivienda de cinco habitaciones, situada en el sector de la ciudad reservado para los humanos. Se le habían pasado las ganas de comer.

—Robots. —Apretó los puños inútilmente—. Me gustaría agarrar a uno por mi cuenta. Sólo una vez. Hundirle las manos en las tripas, arrancarle puñados de alambre y piezas. Sólo una vez antes que me muera.

—Quizá lo consigas algún día.

—No. No, nunca será posible. En cualquier caso, los humanos serían incapaces de manejar nada sin robots. Es verdad, cariño. Los humanos no han alcanzado la integración necesaria para sustentar una sociedad. Las Listas lo demuestran dos veces al año. Hay que ser realistas: los humanos son inferiores a los robots. ¡Pero lo malo es que éstos no cesan de pregonarlo! Como le ha pasado hoy a Donnie. Nos lo restriegan por la cara. No me importa ser el criado personal de un robot. Es un buen trabajo. La paga es buena y el trabajo poco pesado, pero cuando a mi hijo le dicen que es...

Ed se calló. Donnie había entrado en la sala de estar.

—Hola, papá.

—Hola, hijo. —Ed palmeó la espalda del niño—. ¿Cómo estás? ¿Te apetece ver algún espectáculo esta noche?

Por las noches, se retransmitían por las videopantallas espectáculos protagonizados por humanos. Los humanos eran buenos artistas. Los robots no podían competir en este campo. Los seres humanos pintaban, escribían, bailaban, cantaban y actuaban para distracción de los robots. También cocinaban mejor, pero los robots no comían. Los seres humanos ocupaban su puesto. Se les comprendía y apreciaba, como criados personales, artistas, funcionarios, jardineros, obreros de la construcción, reparadores, trabajadores de las fábricas y otros empleos diversos.

Pero en lo referente a puestos como el coordinador del control cívico, o supervisor de las cintas de usone que proveían de energía a los doce hidrosistemas del planeta...

—Papá —dijo Donnie—, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Claro. —Ed se sentó en el sofá con un suspiro. Se reclinó y cruzó las piernas—. ¿Cuál es?

Donnie se sentó en silencio a su lado. Su cara redonda estaba muy seria.

—Papá, quiero hacerte una pregunta sobre las Listas.

—Ah, ya. —Ed se acarició el mentón—. Muy bien. Las Listas saldrán dentro de unas semanas. Es hora que empieces a estudiar para tu examen. Sacaremos algunos de muestra y los repasaremos. Tal vez entre los dos podamos prepararte para el nivel veinte.

—Escucha. —Donnie se acercó más a su padre. Le habló en voz baja y firme—. Papá, ¿cuántos humanos han aprobado sus Listas?

Ed se levantó con brusquedad y empezó a pasear por la habitación, mientras llenaba su pipa con el ceño fruncido.

—Bueno, hijo, no lo sé muy bien. Quiero decir que a los humanos no se les permite el acceso a los archivos informatizados, de modo que no lo puedo verificar. La ley dice que cualquier humano que obtenga una puntuación que alcance el cuarenta por ciento es apto para clasificarse, con posibilidades de ir ascendiendo gradualmente, según los resultados posteriores. No sé cuántos humanos han sido capaces de...

—¿Ha superado algún humano su Lista?

Ed tragó saliva, nervioso.

—Caramba, muchacho. No lo sé. En realidad, no sé de ninguno. Tal vez no. Sólo hace trescientos años que se convocan las Listas. Antes, el gobierno era reaccionario y prohibía a los humanos competir con los robots. Actualmente, tenemos un gobierno liberal y podemos competir en las Listas si alcanzamos la puntuación necesaria... —Su voz se quebró y debilitó—. No, chico —reconoció, compungido—, ningún humano ha aprobado su lista. No somos... lo bastante inteligentes.

Un gran silencio se hizo en la habitación. Donnie movió apenas la cabeza, inexpresivo. Ed no le miró. Se concentró en su pipa, que sostenía con manos temblorosas.

—No es tan malo —dijo Ed con voz hueca—. Tengo un buen empleo. Soy criado personal de un robot tipo N magnífico. Recibo generosas propinas en Navidad y Pascua. Me da permiso cuando me encuentro mal. 

—Carraspeó ruidosamente—. No es tan malo.

Grace estaba de pie en la puerta. Entró en la sala con un brillo en los ojos.

—No, ni mucho menos. Le abres las puertas, le acercas sus instrumentos, haces llamadas en su nombre, te ocupas de sus recados, lo engrasas, lo reparas, le cantas, le hablas, registras cintas...

—Cierra el pico —murmuró Ed, irritado—. ¿Qué demonios debería hacer? ¿Renunciar? Podría cortar céspedes, como John Hollister y Pete Klein. Al menos, mi robot me llama por el nombre, como a un ser vivo. Me llama Ed.

—¿Es posible que algún ser humano apruebe la Lista? —preguntó Donnie.

—Sí —contestó con seguridad Grace.

—Claro, muchacho —corroboró Ed—. Por supuesto. Algún día, es posible que los humanos y los robots vivan juntos en igualdad de condiciones. Ha surgido entre los robots un Partido Igualitario. Tienen diez escaños en el Congreso. Creen que los humanos deben ser admitidos sin Listas, pues es obvio... 

—Se interrumpió—. Quiero decir que ningún humano, hasta el momento, ha sido capaz de pasar su Lista...

—Donnie —dijo Grace con furia, inclinándose sobre su hijo—, escúchame. Quiero que me prestes atención. Nadie sabe lo que te voy a decir. Los robots no hablan de eso. Los humanos no lo saben. Pero es verdad.

—¿Qué es?

—Conozco a un ser humano que..., que está clasificado. Pasó sus Listas. Hace diez años. Y ha subido. Ha llegado al nivel dos. Algún día alcanzará el uno. ¿Me has oído? Un ser humano. Y sigue ascendiendo.

La duda se reflejó en el rostro de Donnie.

—¿De veras? —La duda se convirtió en esperanza—. ¿En el nivel dos? ¿Lo dices en serio?

—Es un cuento —gruñó Ed—. Llevo toda la vida oyéndolo.

—¡Es verdad! Escuché a dos robots comentándolo mientras limpiaba una unidad de ingeniería. Se callaron cuando me vieron.

—¿Cómo se llama? —preguntó Donnie, con los ojos abiertos de par en par.

—James P. Crow —respondió Grace con orgullo. 

—Un nombre extraño —murmuró Ed.

—Ése es su nombre. Lo sé. No es un cuento. ¡Es cierto! Y algún día, llegará a la cumbre, al Consejo Supremo.

—Sí, en efecto, es verdad. —Bob McIntyre bajó la voz—. Se llama James P. Crow.

—¿No es una leyenda? —preguntó Ed.

—Ese humano existe, y es de nivel dos. Ha subido muy arriba. Pasó sus Listas así. —McIntyre chasqueó los dedos—. Los robots lo han ocultado, pero es un hecho. Y la noticia se ha extendido. Cada vez la saben más humanos.

Los dos hombres se habían detenido junto a la puerta de servicio del enorme Edificio de Investigación Estructural. Empleados robot salían y entraban sin cesar por las puertas principales, situadas en la fachada del edificio. Robots planificadores que dirigían la sociedad de la Tierra con habilidad y eficacia.

Los robots gobernaban la Tierra. Siempre había sido así. Las grabaciones históricas lo decían. Los humanos habían sido inventados durante la Guerra Total del Undécimo Milibar. Se habían probado y utilizado todo tipo de armas; los humanos fueron una más. La guerra había socavado la sociedad. Durante las décadas siguientes, la anarquía y la decadencia se extendieron por doquier. 

La sociedad se había reformado poco a poco bajo la paciente guía de los robots. Los humanos habían contribuido a la reconstrucción. Por qué habían sido fabricados, para qué se habían utilizado, cómo habían servido en la guerra... Todas las respuestas habían sido destruidas por las bombas de hidrógeno. 

Los historiadores tuvieron que llenar los huecos con conjeturas. Y así lo hicieron.

—¿Y ese nombre tan raro? —preguntó Ed.

McIntyre se encogió de hombros.

—Sólo sé que es el subconsejero de la Conferencia de Seguridad del Norte, y que va directo al consejo en cuanto alcance el nivel uno.

—¿Qué piensan los robs?

—No les gusta, pero no pueden hacer nada. La ley dice que un humano puede acceder a cualquier empleo, si está cualificado. Nunca pensaron que un humano lo lograría, por supuesto, pero el tal Crow aprobó las Listas.

—Es muy extraño. Un humano, más listo que los robs. Me pregunto por qué.

—Era un reparador vulgar. Un mecánico, que arreglaba maquinarias y diseñaba circuitos. Sin nivel, desde luego. De repente, pasó su primera Lista. Entró en el nivel veinte. En la siguiente pasó al diecinueve. Tuvieron que darle un trabajo. —McIntyre rió por lo bajo—. Qué pena, ¿verdad? Tener que sentarse con un ser humano.

—¿Cómo reaccionan?

—Algunos se marchan. Prefieren irse en vez de sentarse con un humano. La mayoría se quedan. Muchos robs son decentes. Se esfuerzan mucho.

—Me gustaría conocer al tal Crow.

McIntyre frunció el ceño.

—Bueno..., tengo entendido que no le gusta ser visto en compañía de humanos.
—¿Por qué no? —se encrespó Ed—. ¿Qué tienen de malo los humanos? ¿Se considera tan importante y poderoso por estar sentado arriba con robots?
—No es eso. —McIntyre le miraba de una forma extraña, ansiosa y lejana a la vez—. No es eso, Ed. Está preparando algo. Algo importante. No debería decirlo, pero se trata de algo grande, endemoniadamente grande.
—¿Qué es?
—No puedo decirlo, pero ya verás cuando llegue al Consejo. Ya verás. —Los ojos de McIntyre eran febriles—. Es tan grande que conmocionará al mundo. Hasta el sol y las estrellas se estremecerán.
—¿Qué es?
—No lo sé, pero Crow se guarda un as en la manga. Algo increíblemente grande. Todos lo estamos esperando. Esperamos el día...
James P. Crow se sentó, pensativo, ante su reluciente escritorio de caoba. Ése no era su nombre auténtico, por supuesto. Lo había adoptado después de los primeros experimentos, sonriendo para sí. Nadie sabría jamás qué significaba; seguiría siendo un chiste privado, personal y discreto. De todas formas, era un chiste estupendo. Mordaz y apropiado. [*]
Era un hombre bajo, de sangre alemana e irlandesa. Un hombrecillo delgado, de piel clara, ojos azules y cabello arenoso que resbalaba sobre su cara y se veía obligado a peinar hacia atrás. Llevaba pantalones holgados y las mangas subidas. Era nervioso, excitable. Fumaba todo el día, bebía café y, por lo general, le costaba dormir por las noches. Pero bullían muchas cosas en su mente.
Muchísimas. Crow se puso en pie de repente y se acercó al videotransmisor.
—Haga pasar al comisario de las Colonias —ordenó.
El cuerpo de plástico y metal del comisario entró en el despacho. Un robot tipo R, paciente y eficiente.
—¿Deseaba...? —se interrumpió al ver a un humano. Durante un segundo, asomó la duda a sus pálidas lentillas. Un tenue desagrado se pintó en sus rasgos—. ¿Deseaba verme?
Crow ya había visto antes aquella expresión. Incontables veces. Ya estaba acostumbrado..., casi. La sorpresa, y después el altivo repliegue, la fría y precisa formalidad. No era Jim, sino el «señor» Crow. La ley les obligaba a tratarle como a un igual. Ofendía a unos más que a otros. Algunos lo expresaban sin ambages. Éste reprimía un tanto sus sentimientos. Crow era su superior.
—Sí, deseaba verle —dijo Crow con calma—. Quiero su informe. ¿Por qué no ha llegado todavía?
El robot se excusó, todavía altivo y distante.
—Un informe de tales características necesita tiempo. Hacemos lo que podemos.
—Lo quiero dentro de dos semanas. Ni un día más tarde.
En su interior, los prejuicios de toda la vida del robot entablaron una dura batalla contra las exigencias de las decisiones gubernamentales.
—Muy bien, señor. El informe estará listo dentro de dos semanas.
Salió del despacho y la puerta se cerró a su espalda.
Crow espiró el aliento contenido. ¿Hacían lo que podían? No, no bastaba para satisfacer a un ser humano. Aunque fuera de grado consultivo, nivel dos. Todos se lo tomaban con calma, sin apresurarse.
La puerta se desvaneció y un robot entró rodando en el despacho.
—Hola, Crow. ¿Tiene un minuto?
—Por supuesto —sonrió Crow—. Entre y siéntese. Siempre es un placer hablar con usted.
El robot depositó unos papeles sobre el escritorio de Crow.
—Grabaciones y todo eso. Bagatelas. —Observó a Crow con mirada penetrante—. Parece disgustado. ¿Ha ocurrido algo?
—Un informe que había pedido. Aún no me lo han entregado. Alguien se lo está tomando con calma.
—La historia de siempre —refunfuñó L-87t—. Por cierto... Esta noche tenemos una reunión. ¿Quiere venir y echar un discurso? Le distraería.
—¿Una reunión?
—Del Partido Igualitario.
L-87t hizo un rápido gesto con su grapa derecha, una especie de medio arco en el aire. El símbolo de los Igualitarios.
—No. Me gustaría, pero tengo cosas que hacer.
—Oh. —El robot se dirigió hacia la puerta—. Muy bien. De todas formas, gracias. —Se volvió antes de salir—. Usted ha significado un gran estímulo para nosotros. Es la prueba viviente de nuestra teoría: un ser humano es igual a un robot y es preciso reconocerlo.
—Un humano no es igual a un robot —declaró Crow, con una leve sonrisa.
—¿Qué está diciendo? —se indignó L-87t—. ¿Acaso no es usted la prueba viviente? Fíjese en las puntuaciones de su Lista. Perfectas. Ni un fallo. Dentro de dos semanas ascenderá al nivel uno. Lo más alto.
—Lo siento. —Crow agitó la cabeza—. Un humano no es igual a un robot, de la misma forma que no es igual a un horno, o a un motor diesel, o a un quitanieves. Hay muchas cosas que los humanos no pueden hacer. Seamos realistas.
—Pero...
L-87t estaba estupefacto.
—Lo digo muy en serio. Usted ignora la realidad. Los humanos somos completamente diferentes de los robots. Los humanos sabemos cantar, interpretar, escribir obras de teatro, cuentos, óperas, pintar, diseñar decorados, jardines botánicos, edificios, cocinar platos deliciosos, hacer el amor, garrapatear poemas en los menús..., y los robots no. Pero los robots saben construir edificios complejos y máquinas que funcionan a la perfección, trabajar durante días seguidos sin descansar, pensar sin interrupciones emocionales, relacionar datos muy complicados en un segundo.
»Los humanos destacamos en algunos campos, los robots en otros. Los humanos poseemos emociones y sentimientos muy desarrollados, sentido de la estética. Somos sensibles a los colores, sonidos y texturas, y a la música suave combinada con un buen vino. Cosas maravillosas, valiosas, pero inalcanzables para los robots. Los robots son puro intelecto. Lo cual no deja de ser, también, maravilloso. Ambas facetas son maravillosas. Humanos emocionales, sensibles al arte, la música y el teatro. Robots que piensan, planifican y diseñan máquinas. Eso no significa que seamos iguales.
L-87t sacudió la cabeza con pesar.
—No le entiendo, Jim. ¿No desea ayudar a su raza?
—Por supuesto, pero de una manera realista, no a partir de ignorar hechos y de afirmar ilusoriamente que hombres y robots son intercambiables, elementos idénticos.
Una curiosa mirada alumbró en las lentillas de L-87t.
—¿Cuál es su solución, entonces?
Crow apretó la mandíbula.
—Espere unas semanas más y lo sabrá.
Crow salió del Edificio de Seguridad Terrícola. La calle estaba atestada de robots, brillantes carcazas de metal, plástico y fluido d/n. Los humanos nunca pisaban esta zona, a excepción de los criados personales. Era el sector directivo de la ciudad, el corazón, el núcleo, donde se gestaban la planificación y la organización. La vida de la ciudad se controlaba desde esta zona. Había robots por todas partes. En los vehículos de superficie, en las rampas móviles, en las terrazas; entraban y salían de los edificios, recorrían las calles, se paraban a conversar y discutir como senadores romanos.
Algunos saludaban a Crow con un breve y formal movimiento de cabeza. Y después le volvían la espalda. La mayoría no reparaba en él o se apartaban para evitar el contacto. A veces, un grupo de robots parlanchines se callaba bruscamente cuando Crow pasaba a su lado. Las lentillas se clavaban en él, solemnes y algo asombradas. Se fijaban en el color de su brazalete: nivel dos. Sorpresa e indignación. Y, cuando se alejaba, se percibía un veloz zumbido de irritación y rencor. Miradas que le seguían mientras se encaminaba al sector de los humanos.
Un par de humanos estaban de pie frente a las Oficinas de Control Interno, armados con tijeras de podar y rastrillos. Jardineros, que plantaban y regaban los jardines del gran edificio público. Siguieron a Crow con miradas emocionadas. Uno agitó la mano en dirección a él, nervioso y esperanzado. Un humano mediocre que saludaba al único humano que había conseguido alcanzar un nivel.
Crow hizo un breve ademán.
Los ojos de los dos humanos se agrandaron de admiración y reverencia. Aún continuaban mirándole cuando Crow dobló la esquina del cruce principal y se mezcló con la multitud que acudía a comprar al mercadillo interplanetario.
Artículos procedentes de las ricas colonias de Venus, Marte y Ganímedes llenaban los puestos al aire libre. Los robots llegaban en oleadas. Examinaban las muestras, calculaban el precio, discutían y parloteaban. Se veían algunos humanos, sobre todo mayordomos, que se proveían de existencias. Crow atravesó el mercadillo y lo dejó atrás. Se aproximaba al sector humano de la ciudad. Ya detectaba el acre olor de los humanos.
Los robots no olían, por supuesto. El olor humano se percibía al instante en un mundo de máquinas inodoras. El barrio humano ocupaba una sección, en otros tiempos próspera, de la ciudad. Los humanos se habían mudado a él, y el valor de la propiedad había caído en picada. Poco a poco, los robots habían abandonado las casas, y en el barrio sólo vivían humanos. Crow, a pesar de su cargo, estaba obligado a vivir en el barrio humano. Su casa, una vivienda de cinco habitaciones, idéntica a las demás, estaba situada en la zona más apartada del barrio. Una casa entre tantas otras.
Crow levantó la mano y la puerta se desvaneció. Entró a toda prisa y la puerta volvió a formarse. Consultó su reloj. Tenía mucho tiempo. Una hora antes se hallaba sentado ante su escritorio.
Se frotó las manos. Siempre resultaba estimulante volver a sus dependencias personales, donde había crecido y vivido como un ser humano vulgar, sin nivel..., antes de superar aquello e iniciar su meteórico ascenso hacia los niveles superiores.
Crow atravesó la silenciosa casa y se encaminó hacia el taller de la parte posterior. Abrió las puertas cerradas con candado. El taller estaba caliente y seco. Desconectó el sistema de alarma, un intrincado laberinto de timbres y cables que era completamente innecesario; los robots nunca entraban en el barrio humano, y los humanos no solían practicar el hurto.
Crow cerró las puertas y se sentó ante un montón de maquinaria reunido en el centro del taller. Conectó la electricidad y la maquinaria cobró vida con un zumbido. Cuadrantes y agujas empezaron a moverse. Las luces se encendieron.
Ante él, una ventana cuadrada de color gris adquirió un tenue brillo rosado. La Ventana. El pulso de Crow se aceleró. Dio un golpecito a un interruptor. La Ventana se nubló y mostró una escena. Deslizó una cinta de computadora delante de la pantalla y la activó. La computadora emitió unos chasquidos mientras formas borrosas oscilaban en la Ventana. Examinó la película.
Dos robots estaban de pie detrás de una mesa. Se movían con gran rapidez. Redujo la velocidad de la cinta. Los robots manipulaban algo. Crow aumentó la imagen y los objetos aparecieron a la vista.
Los robots estaban clasificando Listas. Listas del nivel uno. Ordenándolas y dividiéndolas en grupos. Varios cientos de hojas con preguntas y respuestas. Ante la mesa aguardaban una multitud de ansiosos robots que esperaban saber sus puntuaciones. Crow aceleró las imágenes. Los dos robots se movieron frenéticamente, ordenando y disponiendo Listas. Después, sostuvieron en alto la Lista del nivel uno ganadora...
La Lista. Crow la fijó en la pantalla disminuyendo la velocidad a cero. La Lista quedó inmóvil, como un espécimen en una diapositiva. La cinta zumbaba, grabando la pregunta y las respuestas.
Crow no se sentía culpable. No le remordía la conciencia por utilizar una ventana temporal para ver los resultados de las futuras Listas. Llevaba diez años haciéndolo, desde el principio hasta la Lista definitiva, la del nivel uno. Nunca se había engañado a sí mismo. Sin ver de antemano las respuestas, jamás habría aprobado. Seguiría sin nivel, mezclado con la masa no diferenciada de humanos.
Las Listas estaban dirigidas a mentes de robots, hechas por robots, en consonancia con una civilización robot. Una civilización extraña para los humanos, a la que éstos se adaptaban con dificultad. No era de extrañar que sólo los robots aprobaran las Listas.
Crow borró la escena de la Ventana y apartó la computadora. Envió la Ventana hacia el pasado, a través de los siglos. Nunca se cansaba de ver los días de la prehistoria, los días previos a la Guerra Total que arruinara la sociedad humana y destruyera todas las tradiciones humanas. Los días en que los hombres vivían sin robots.
Manipuló los botones para capturar un momento. La Ventana mostró a los robots construyendo su sociedad de posguerra, invadiendo el devastado planeta, erigiendo ciudades enormes y edificios, limpiando el terreno de escombros. Con humanos como esclavos. Ciudadanos de segunda clase, criados.
Vio la Guerra Total, la lluvia mortal que caía del cielo, tras pálidas explosiones portadoras de la destrucción. Vio la sociedad humana disolverse en partículas radiactivas. Toda la cultura y el saber humanos se perdieron en el caos.
Y, de nuevo, revisó su escena favorita. La escena que había examinado cientos de veces, disfrutándola con enorme satisfacción. Una escena que mostraba a seres humanos en un laboratorio subterráneo, en los primeros días de la guerra. Diseñaban y construían los primeros robots, el tipo A, cuatro siglos antes.
Ed Parks regresaba a su casa sin prisa; llevaba a su hijo de la mano. Donnie tenía la vista fija en el suelo. No decía nada. Sus ojos estaban rojos e hinchados. La pena teñía su rostro de blanco.
—Lo siento, papá —murmuró.
Ed le apretó la mano.
—No te preocupes, muchacho. Hiciste lo que pudiste. No te preocupes. Quizá la próxima vez... Empezaremos a repasar mucho antes. —Maldijo para sí—. Esos repugnantes toneles metálicos... ¡Malditos montones de hojalata sin alma!
Anochecía. El sol se ocultaba. Subieron los escalones del porche lentamente y entraron en la casa. Grace les recibió en la puerta.
—¿No ha habido suerte? —Examinó sus rostros—. No, ya veo que no. La historia de siempre.
—La historia de siempre —repitió Ed con amargura—. No tenía la menor posibilidad. Era de prever.
Del comedor surgió un murmullo de voces, pertenecientes a hombres y mujeres.
—¿Quién está ahí? —preguntó Ed, irritado—. ¿Tenemos compañía? Por el amor de Dios, precisamente hoy...
—Entren. —Grace les empujó hacia la cocina—. Hay noticias. Tal vez se sientan mejor. Ven, Donnie. Esto también te interesa a ti.
Ed y Donnie entraron en la cocina. Estaba llena de gente. Bob McIntyre y su esposa, Pati. John Hollister, su esposa, Joan, y sus dos hijos. Pete y Rose Klein. Nal Johnson, Tim Davis y Barbara Stanley, unos vecinos. Un excitado murmullo se elevó del grupo. Todos se habían congregado alrededor de la mesa. La excitación y el nerviosismo predominaban. Había montones de cervezas y bocadillos. Los hombres y las mujeres reían y sonreían, contentos, los ojos brillantes.
—¿Qué pasa? —gruñó Ed—. ¿A qué viene la fiesta?
Bob McIntyre le palmeó la espalda.
—¿Qué tal, Ed? Tenemos noticias frescas. —Tabaleó con los dedos sobre un noticiario grabado en cinta—. Prepárate. Afírmate fuerte.
—¡Ponla! —gritó excitado Pete Klein.
—¡Ya, ponla! —Todo el grupo rodeó a McIntyre—. ¡Oigámosla otra vez!
El rostro de McIntyre estaba transido de emoción.
—Bien, Ed. Te lo voy a decir: lo ha conseguido. Ha aprobado.
—¿Quién? ¿De quién estás hablando?
—Crow. Jim Crow. Ha pasado al nivel uno. —La cinta temblaba en la mano de McIntyre—. Ha sido nombrado miembro del Consejo Supremo. ¿Comprendes? Lo ha conseguido. Un ser humano, miembro del organismo supremo que gobierna el planeta.
—Santo Dios —dijo Donnie, admirado.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Ed—. ¿Qué va a hacer?
—Pronto lo sabremos —sonrió entre dientes McIntyre—. Prepara algo. Lo sabemos. Lo presentimos. Y no tardaremos en ser testigos..., de lo que sea.
Crow entró con paso firme en la Cámara del Consejo, con una cartera bajo el brazo. Vestía un elegante traje nuevo. Se había peinado. Sus zapatos brillaban.
—Buenos días —saludó.
Los cinco robots le contemplaron con sentimientos encontrados. Eran viejos; sobrepasaban los cien años. El poderoso tipo N que había dominado la escena social desde su construcción, y un increíblemente antiguo tipo D, que no tardaría en cumplir trescientos años. Mientras Crow caminaba hacia su asiento, los cinco robots se apartaron para dejarle paso.
—Usted... ¿Usted es el nuevo miembro del Consejo? —preguntó un robot tipo N.
—En efecto. —Crow tomó asiento—. ¿Desean examinar mis credenciales?
—Se lo ruego.
Crow les mostró la tarjeta que le había entregado el Comité de las Listas. Los cinco robots la examinaron con suma atención. Por fin, se la devolvieron.
—Parece que todo está en orden —admitió a regañadientes el de tipo D.
—Por supuesto. —Crow abrió la cremallera de su cartera—. Deseo empezar a trabajar cuanto antes. Hay que tratar de muchos temas. He traído algunos informes y cintas que, sin duda, les interesarán sobremanera.
Los robots se sentaron lentamente, sin apartar la vista de Jim Crow.
—Esto es increíble —murmuró el de tipo D—. ¿Habla en serio? ¿De veras espera sentarse entre nosotros?
—Por supuesto. Dejémonos de historias y vayamos al grano. Un robot de tipo N, enorme y desdeñoso, se inclinó hacia él. Su cuerpo metálico barnizado era casi opaco.
—Señor Crow —dijo con voz gélida—, debe comprender que esto es imposible. A pesar de las leyes y su derecho técnico a sentarse en este...
—Sugiero que revisen las puntuaciones que he obtenido en las Listas —sonrió con calma Crow—. No he cometido ni un error en ninguno de los veinte exámenes. Una puntuación perfecta. Por lo que yo sé, ninguno de ustedes ha logrado una puntuación similar. Por tanto, según reza el decreto gubernamental referente al Comité de Exámenes oficial, soy su superior.
Sus palabras cayeron como una bomba. Los cinco robots se hundieron en sus asientos, anonadados. Sus lentillas centellearon en señal de inquietud. Un agudo murmullo de preocupación llenó la cámara.
—Veamos —murmuró un N, extendiendo su grapa.
Crow les entregó sus hojas de exámenes, que los cinco robots examinaron a toda prisa.
—Es cierto —declaró el D—. Increíble. Ningún robot ha logrado jamás una puntuación tan perfecta. Según nuestras leyes, este humano nos desbanca.
—Ahora, vayamos a lo que interesa —dijo Jim Crow. Esparció sus cintas e informes—. No pienso perder el tiempo. Voy a hacer una propuesta. Una propuesta importante sobre el problema más crítico de esta sociedad.
—¿De qué problema se trata? —preguntó un X, temeroso.
—El problema de los humanos —replicó Crow, tenso—. Los humanos ocupan una posición inferior en el mundo de los robots. Lacayos en un mundo extraño. Criados de los robots.
Silencio.
Los cinco robots estaban petrificados. Había sucedido. Lo que siempre habían temido. Crow se reclinó en su asiento y encendió un cigarrillo. Los robots vigilaban cada uno de sus movimientos: sus manos, el cigarrillo, el humo, la cerilla que aplastó con el pie. El momento había llegado.
—¿Qué propone usted? —preguntó por fin el D, con metálica dignidad—. ¿Cuál es esa propuesta?
—Propongo que los robots abandonen la Tierra cuanto antes. Que hagan las maletas y se larguen. Que emigren a las colonias. Ganímedes, Marte, Venus. Que dejen la Tierra a los humanos.
Los robots se pusieron en pie al instante.
—¡Increíble! Nosotros construimos este mundo. ¡Este es nuestro mundo! La Tierra nos pertenece. Siempre nos ha pertenecido.
—¿De veras? —preguntó Crow con gravedad.
Un estremecimiento de inquietud recorrió a los robots. Titubearon, extrañamente alarmados.
—Por supuesto —murmuró el D.
Crow alargó la mano hacia sus montañas de cintas e informes. Los robots observaban sus movimientos con temor.
—¿Qué es eso? —preguntó un N, nervioso—. ¿Qué guarda ahí?
—Cintas —respondió Crow.
—¿Qué clase de cintas?
—Cintas de historia. —Crow hizo una señal y un criado humano vestido de gris entró en la cámara con una computadora—. Gracias —dijo Crow. El humano se disponía a salir de la cámara—. Espera. A lo mejor te gusta quedarte a ver esto, amigo mío.
Los ojos del criado casi se salieron de las órbitas. Se refugió en un rincón y aguardó, expectante y tembloroso.
—Extremadamente irregular —protestó el D—. ¿Qué está haciendo? ¿Qué es esto?
—Observe. —Crow introdujo la primera cinta en la computadora y lo conectó. Una imagen tridimensional se formó en el aire, en el centro de la mesa del Consejo—. No aparten la vista bajo ningún concepto. Recordarán este momento durante mucho tiempo.
La imagen cobró forma. Estaban mirando la Ventana temporal. Se puso en movimiento una escena de la Guerra Total. Hombres, técnicos humanos, trabajaban frenéticamente en un laboratorio subterráneo. Ensamblaban algo. Ensamblaban...
El criado humano lanzó un chillido atroz.
—¡Un A! ¡Un robot de tipo A! ¡Lo están fabricando!
Los cinco robots del Consejo emitieron zumbidos de consternación.
—¡Echen a ese criado! —ordenó el D.
La escena cambió. Mostró a los primeros robots, el primitivo tipo A, saliendo a la superficie para combatir en la guerra. Aparecieron otros robots, deslizándose entre las ruinas y la ceniza, aproximándose con cautela. Los robots se enfrentaron entre sí. Ráfagas de luz blanca. Resplandecientes nubes de partículas.
—Al principio, los robots fueron diseñados para luchar como soldados —explicó Crow—. Después, se inventaron tipos más avanzados para trabajar como técnicos de laboratorio y para manipular las máquinas.
La escena mostró una fábrica subterránea. Hileras de robots trabajaban en prensas y estampadoras. Los robots trabajaban con eficiencia y rapidez..., supervisados por capataces humanos.
—¡Estas cintas son falsas! —gritó un N, irritado—. ¿Espera que nosotros lo creamos?
Se formó una nueva escena. Robots, más avanzados, tipos más complejos y elaborados, que acaparaban, cada vez más funciones económicas e industriales, a medida que los humanos eran destruidos por la guerra.
—Al principio, los robots eran sencillos —prosiguió Crow—. Atendían a necesidades sencillas. Después, a medida que la guerra progresaba, se crearon tipos más avanzados. Por fin, los humanos fabricaron tipos D y E. Iguales a los humanos..., y en capacidad conceptual, superiores a los humanos.
—¡Esto es una locura! —exclamó un N—. Los robots evolucionaron. Los tipos primitivos eran sencillos porque se trataba de formas primitivas, que luego dieron nacimiento a formas más complejas. Las leyes de la evolución explican con toda claridad este proceso.
Se formó una nueva escena. Los últimos estertores de la guerra. Los robots luchaban contra los hombres. Los robots vencían. El caos total de los últimos años. Interminables eriales de cenizas y partículas radiactivas. Kilómetros y kilómetros de ruinas.
—Todos los registros culturales fueron destruidos —dijo Crow—. Los robots se convirtieron en los amos sin saber cómo o por qué, ni cómo habían llegado a existir. Sin embargo, éstos son los hechos reales. Los robots fueron creados para servir de herramientas a los humanos. Durante la guerra, se perdió el control.
Desconectó la computadora. La imagen se desvaneció. Los cinco robots quedaron en silencio, atónitos.
Crow se cruzó de brazos.
—¿Y bien? ¿Qué dicen? —Señaló con el pulgar al criado humano agazapado en un rincón de la cámara, asombrado y perplejo—. Ahora, ustedes saben y él sabe. ¿Qué creen que estará pensando? Yo se lo diré. Está pensando...
—¿Cómo consiguió esas cintas? —murmuró el D—. No pueden ser auténticas. Deben ser falsas.
—¿Por qué no las descubrieron nuestros arqueólogos? —gritó un N.
—Yo las tomé —dijo Crow.
—¿Que usted las tomó? ¿Qué quiere decir?
—Mediante una ventana temporal. —Crow tiró un grueso paquete encima de la mesa—. Aquí tienen los esquemas. Pueden construir una ventana temporal, si quieren.
—Una máquina de tiempo. —El D se apoderó del paquete y miró su contenido—. Vio el pasado. —Comprendió de repente—. Entonces...
—¡Vio el futuro! —gritó furioso un N—. ¡El futuro! Eso explica la perfección de sus exámenes. Los examinó previamente.
Crow tabaleó sobre sus papeles, impaciente.
—Ya han oído mi propuesta. Ya han visto las cintas. Si votan en contra de la propuesta, exhibiré públicamente las cintas y los esquemas. Todos los humanos del mundo sabrán la verdadera historia de su origen y el de ustedes.
—¿Y qué? —dijo un N, nervioso—. Podemos manejar a los humanos. Si estalla una rebelión, la sofocaremos.
—¿Usted cree? —Crow se puso de repente en pie, con expresión dura—. Piénsenlo bien. Una guerra civil asolaría todo el planeta. Por un lado, los humanos, con siglos de odio contenido. Por otro, los robots, desmitificados de un día para otro, sabiendo que, en un principio, no fueron otra cosa que herramientas. ¿Están seguros que esta vez lograrán dominar la situación? ¿Están seguros?
Los robots permanecieron en silencio.
—Si evacuan la Tierra, destruiré las cintas. Las dos razas continuarán adelante, cada una con su cultura y sociedad propias. Los humanos en la Tierra. Los robots en las colonias. Ni amos, ni esclavos.
Los cinco robots vacilaban, airados y resentidos.
—¡Pero nos costó siglos resucitar a este planeta de sus cenizas! Nuestra partida carece de sentido. ¿Qué diremos? ¿Qué motivo aduciremos?
—Pueden decir que la Tierra no es suficiente para la gran raza de los amos —dijo con dureza Crow.
Se hizo el silencio. Los cuatro robots tipo N se miraron nerviosamente y susurraron algo entre sí. El enorme D siguió sentado en silencio; sus arcaicas lentillas de metal miraban con fijeza a Crow, y en su rostro se pintaba una expresión de aturdimiento y derrota.
Jim Crow esperó, tranquilo.
—¿Puedo estrecharle la mano? —preguntó con timidez L-87t—. Me iré pronto. Marcho en uno de los primeros grupos.
Crow extendió la mano y L-87t se la estrechó, algo turbado.
—Espero que todo salga bien —le deseó L-87t—. Vidéeme de vez en cuando. Manténganos informados.
Los altavoces callejeros situados en las afueras de la sede del Consejo alteraron con sus voces ensordecedoras la tranquilidad del crepúsculo. Los altavoces pregonaron a lo largo y lo ancho de la ciudad la decisión del Consejo.
Los hombres que volvían a casa después del trabajo se paraban a escuchar. En las casas unifamiliares de los barrios humanos, hombres y mujeres alzaron la vista e interrumpieron su rutina doméstica, curiosos y atentos. Por doquier, en todas las ciudades de la Tierra, robots y humanos dejaban sus actividades y clavaban la vista en los atronadores altavoces.
—Mediante este comunicado anunciamos que el Consejo Supremo ha decidido destinar a la utilización exclusiva de los robots las ricas colonias de Venus, Marte y Ganímedes. Queda prohibido a los humanos abandonar la Tierra. A fin de aprovechar los recursos y condiciones de vida superiores de estas colonias, todos los robots que ahora residen en la Tierra serán transferidos a la colonia de su elección.
»El Consejo Supremo ha decidido que la Tierra no es el lugar idóneo para los robots. Su estado lastimoso y parcialmente desolado resulta indigno para la raza robot. Todos los robots serán transportados a sus nuevos hogares de las colonias en cuanto se establezcan los medios de desplazamiento adecuados.
»Los humanos no podrán entrar en ningún caso en las zonas colonizadas. Las colonias son para el uso exclusivo de los robots. Se permitirá a la población humana permanecer en la Tierra.
»Mediante este comunicado anunciamos que el Consejo Supremo ha decidido destinar a la utilización exclusiva de los robots las ricas colonias de Venus...
Crow se apartó de la ventana, satisfecho.
Volvió a su escritorio y prosiguió agrupando informes y papeles en pulcros montones. Los examinaba superficialmente, los clasificaba y apartaba a un lado.
—Espero que todo salga a satisfacción de ustedes, los humanos —repitió L-87t.
Crow continuó estudiando las montañas de informes de alto nivel, marcándolos con su rotulador. Trabajaba con rapidez, absorto y ensimismado. Apenas advirtió que el robot se había parado en la puerta.
—¿Puede indicarme, a grandes rasgos, qué tipo de gobierno establecerá?
Crow levantó la vista, impaciente.
—¿Qué?
—Su forma de gobierno. ¿Cómo va a gobernar su sociedad, ahora que ha logrado echarnos de la Tierra? ¿Qué tipo de gobierno reemplazará al Consejo Supremo y al Congreso?
Crow no respondió. Ya se había concentrado de nuevo en su trabajo. L-87t advirtió una dureza y una impenetrabilidad en su rostro que jamás había visto.
—¿Quién asumirá la responsabilidad? —preguntó L-87t—. ¿Quiénes compondrán el gobierno, ahora que nos vamos? Usted dijo que los humanos poseen escasa capacidad para manejar una sociedad moderna compleja. ¿Encontrará algún humano capaz de mantener la maquinaria en marcha? ¿Hay algún humano capaz de dirigir a la Humanidad?
Crow sonrió apenas. Y siguió trabajando.
[*] Jim Crow corresponde a una antigua expresión despectiva con la que se designaba a los negros.