domingo, 14 de diciembre de 2014

Cuento Equipo de Exploración


Halloway subió por el conducto que atravesaba nueve kilóme­tros de ceniza para ver como aterrizaba el cohete. Salió del tubo fo­rrado de plomo y se reunió con Young, que estaba acuclillado junto con un pequeño grupo de soldados.
La superficie del planeta estaba oscura y silenciosa. El aire hirió su olfato. Olía mal. Halloway se estremeció, inquieto.
—¿Dónde demonios estamos?
Un soldado señaló con un dedo la negrura.
—Las montañas están por allí. ¿Las ve? Las Rocosas, y esto es Colorado.
Colorado... El antiguo nombre despertó vagas emociones en Ha­lloway. Acarició su fusil desintegrador.
—¿Cuándo llegará? —preguntó.




A lo lejos, recortadas en el horizonte, vio las bengalas verdes y amarillas del enemigo. Y un ocasional destello de fisión al rojo vivo.
—Dentro de nada. Está controlado durante todo el camino por un piloto robot. Cuando llega, no hay vuelta de hoja.
Una mina enemiga estalló a varias de decenas de kilómetros de distancia. Un resplandor irregular iluminó por un breve instante el paisaje. Halloway y los soldados se arrojaron al suelo automáticamente. Captó el olor a quemado de la superficie de la Tierra tal como era ahora, treinta años después del inicio de la guerra.
Era muy diferente de sus recuerdos infantiles. Halloway había crecido en California, y recordaba la campiña del valle, huertos henchidos de uvas, nogales y limoneros. Tiestos manchados bajo los na­ranjos. Montañas verdes y un cielo cuyo color era como el de los ojos de una mujer. Y el aroma fresco de la tierra...
Todo había desaparecido. En otros tiempos se había levantado una ciudad en este lugar. Distinguió las bostezantes cavidades de los sótanos, llenos de escoria, ríos secos de la herrumbre en que se habían transformado los edificios. Escombros diseminados por doquier, al azar...
El resplandor de la mina se apagó y dio paso de nuevo a la ne­grura. Se pusieron en pie con cautela.
—Menuda visión —murmuró un soldado.
—Era muy diferente antes —dijo Halloway.
—¿De veras? Yo nací bajo la superficie.
—En aquellos días, cultivábamos nuestros alimentos en la tierra, en la superficie, no en tanques subterráneos. Nosotros...
Halloway enmudeció. Un ensordecedor estruendo interrumpió de súbito sus palabras. Una forma inmensa se deslizó sobre ellos en las tinieblas, chocó contra algo y sacudió la tierra.
—¡El cohete! —gritó un soldado.
Todos corrieron. Halloway les siguió, caminando con movimien­to torpes.
—Espero que sean buenas noticias —dijo Young, que iba a su lado.
—Yo también —jadeó Halloway—. Marte es nuestra última oportu­nidad. Si no sale bien, estamos acabados. El informe sobre Venus fue negativo; sólo hay lava y vapores.
Más tarde, examinaron el cohete de Marte.
—Servirá —murmuró Young.
—¿Está seguro? —preguntó el director Davidson, tenso—. Una vez lleguemos allí, no podremos regresar.
—Estamos seguros. —Halloway tiró las cintas sobre el escritorio de Davidson—. Compruébelo usted mismo. El aire de Marte es tenue y seco. La gravedad es mucho menor que la nuestra. Sin embargo, podremos vivir en el planeta, al contrario que en esta Tierra olvida­da de Dios.
Davidson recogió las cintas. Las luces indirectas arrancaban des­tellos del escritorio, las paredes y el suelo metálicos de la oficina. Máquinas ocultas que mantenían constantes el aire y la temperatura zumbaban en las paredes.
—Tendré que confiar en ustedes los expertos, por supuesto. Si no tienen en cuenta algún factor vital...
—Es una lotería, naturalmente —dijo Young—. Desde esta distan­cia no podemos estar seguros de todos los factores. —Palmeó las cintas—. Muestras mecánicas y fotos. Los robots hacen lo que pue­den. Tenemos suerte de contar con algo para continuar.
—Al menos, no hay radiación —dijo Halloway—. Eso es seguro, pero Marte será seco, polvoriento y frío. Está muy alejado. Sol dé­bil, desiertos y colinas erosionadas.
—Marte es viejo —convino Young.
—Se enfrió hace mucho tiempo. Mírelo de esta manera: tenemos ocho planetas, excluyendo a la Tierra. De Plutón a Júpiter no hay nada. Ni la menor posibilidad de sobrevivir. Mercurio es metal líquido. Venus está lleno de volcanes y vapores..., como en la era precámbrica. Siete de los ocho. Marte es la única posibilidad a priori.
—En otras palabras —dijo lentamente Davidson—, Marte debe ser adecuado, porque no nos queda otra alternativa.
—Podríamos quedarnos aquí, viviendo en los sistemas subterrá­neos como topos.
—No sobreviviríamos más de un año. Ya habrán visto los últimos psicógrafos.
Los habían visto. El índice de tensión iba en aumento. Los hom­bres no estaban hechos para vivir en túneles metálicos, alimentarse a base de comida cultivada en tanques, trabajar, dormir y morir sin ver el sol.
Pensaban de manera especial en los niños, que nunca habían su­bido a la superficie. Pseudomutantes de rostros macilentos y ojos como los de los peces ciegos. Una generación nacida en un mundo subterráneo. El índice de tensión aumentaba porque los hombres veían a sus hijos cambiar y mutar en un mundo de túneles, oscuri­dad viscosa y rocas luminosas goteantes.
—¿Estamos de acuerdo, entonces? —preguntó Young.
Davidson escrutó los rostros de los dos técnicos.
—Tal vez pudiéramos conquistar la superficie, revivir la Tierra, renovar el suelo. La situación no es tan grave, ¿verdad?
—Imposible —afirmó Young—. Aunque llegáramos a un acuerdo con el enemigo, habrá partículas en suspensión durante otros cin­cuenta años. La Tierra estará demasiado radiactiva para permitir la vida en lo que queda del siglo. Y no podemos esperar.
—De acuerdo —dijo David—. Autorizaré el equipo de exploración. Correremos el riesgo, como mínimo. ¿Quieren ir? ¿Quieren ser los primeros humanos que pongan el pie en Marte?
—Ya puede apostar por ello —dijo Halloway, sombrío—. Consta en nuestro contrato que yo voy.
El globo rojo que era Marte aumentaba cada vez más de tamaño. Young y van Ecker, el piloto, lo contemplaban con atención desde la sala de control.
—Tendremos que saltar —dijo van Ecker—. No es posible aterrizar a esta velocidad.
Young estaba nervioso.
—Eso está muy bien para nosotros, pero, ¿qué me dices de la pri­mera expedición de colonizadores? No pretenderás que las mujeres y los niños salten.
—Cuando llegue ese momento, tendremos más información.
Van Ecker asintió con la cabeza y el capitán Mason hizo sonar la alarma de emergencia. Los timbres atronaron siniestramente a lo largo y ancho de la nave. La nave vibró cuando los miembros de la tripulación tomaron sus trajes de lanzamiento y corrieron hacia las escotillas.
—Marte —murmuró el capitán Mason, mirando todavía la panta­lla—. No es como la Luna. Esto es lo que nos conviene.
Young y Halloway se encaminaron a la escotilla.
—Será mejor que vayamos pasando.
Marte crecía rápidamente. Un feo globo desolado, de un tono rojo apagado. Halloway se puso el casco de lanzamiento. Van Ecker le siguió.
Mason se quedó en la sala de control.
—Les seguiré después que la tripulación se haya lanzado —dijo.
La escotilla se abrió y ambos entraron en la plataforma de lan­zamiento. La tripulación ya había empezado a saltar.
—Es una pena desperdiciar una nave —comentó Young.
—No hay otra forma.
Van Ecker se ajustó el casco y saltó. Las unidades de frenado le hicieron girar hacia arriba y se hundió como un globo en la negrura que se cernía sobre sus cabezas. Young y Halloway le siguieron. La nave descendió en picado hacia la superficie de Marte. En el cielo flotaban diminutos puntos luminosos: los miembros de la tripulación.
—He estado pensando —dijo Halloway por el micrófono del casco.
—¿Sobre qué?
La voz de Young resonó en sus auriculares.
—Davidson preguntó si habíamos pasado por alto algún factor vi­tal. Hay uno que no hemos tenido en cuenta.
—¿Cuál es?
—Los marcianos.
—¡Santo Dios! —exclamó van Ecker. Halloway le veía flotando a su derecha, descendiendo lentamente hacia el planeta—. ¿Crees que haya marcianos?
—Es posible. Marte albergará vida. Si nosotros podemos vivir en él, también pueden existir otras formas.
—Pronto lo sabremos —repuso Young.
—Tal vez capturaron alguna de nuestras naves robot —rió van Ecker—. Tal vez nos estén esperando.
Halloway permaneció en silencio. Estaba demasiado cerca de saberlo para encontrarlo gracioso. El planeta rojo crecía cada vez más. Distinguió puntos blancos en los polos. Algunas franjas verdeazuladas, lo que en otro tiempo se habían llamado canales. ¿Exis­tía una civilización allá abajo, una cultura organizada que les espe­raba? Tanteó en su mochila hasta que los dedos se cerraron sobre la culata de su pistola.
—Será mejor que saquen sus pistolas —dijo.
—Si los marcianos han dispuesto un sistema defensivo para espe­ramos, estamos acabados —dijo Young—. Marte se enfrió millones de años antes que la Tierra. Podrían estar tan adelantados que no tu­viéramos ni...
—Ya es demasiado tarde. —Captaron débilmente la voz de Ma­son—. Ustedes los expertos tendrían que haberlo pensado antes.
—¿Dónde está usted? —preguntó Halloway.
—Debajo de usted. La nave está vacía. Se estrellará en cualquier momento. He sujetado el equipo a unidades de lanzamiento automáticas.
Se produjo un tenue resplandor bajo ellos y se desvaneció. La nave se había estrellado en la superficie...
—Casi he llegado —dijo Mason, nervioso—. Seré el primero...
Marte había dejado de ser un globo. Ahora, era un gran plato rojo, una inmensa planicie de herrumbre que se extendía bajo ellos. Descendieron lenta y silenciosamente. Se podían ver las montañas. Estrechos hilos de agua que eran ríos. Un borroso tablero de ajedrez que debían ser campos y prados...
Halloway aferró su pistola. Sus unidades de frenado chirriaron a medida que la atmósfera adquiría más densidad. Un crunch ahoga­do resonó en sus auriculares.
—¡Mason! —gritó Young.
—He tocado tierra —respondió la tenue voz de Mason.
—¿Se encuentra bien?
—Zarandeado por el viento, pero me encuentro bien.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Halloway.
Se hizo el silencio durante unos momentos.
—¡Santo Dios! —jadeó Mason—. ¡Una ciudad!
—¿Una ciudad? —chilló Young—. ¿De qué tipo? ¿A qué se parece?
—¿Los ve? —aulló van Ecker—. ¿Cómo son? ¿Hay muchos?
Escucharon la respiración de Mason, que arañaba sus auriculares.
—No —dijo por fin—. Ni la menor señal de vida. Todo está tran­quilo. La ciudad está... Parece que está desierta.
—¿Desierta?
—Ruinas. Sólo ruinas. Kilómetros de columnas y paredes derrum­badas y andamios oxidados.
—Gracias a Dios —suspiró Young—. Estarán todos muertos. Nos hemos salvado. Habrán evolucionado y terminado su ciclo hace mu­cho tiempo.
—¿Nos habrán dejado algo? —El miedo atenazó a Halloway—. ¿Quedará algo para nosotros? —Aferró con desesperación sus unidades de frenado, en un esfuerzo por acelerar su caída—. ¿Ha desaparecido todo?
—¿Cree que lo han agotado todo? —preguntó Young—. ¿Cree que han agotado todos los...?
—No lo sé —resonó la voz de Mason, teñida de inquietud—. Tiene mal aspecto. Grandes pozos. Bocas de minas. No lo sé, pero tiene mal aspecto...
Halloway luchaba con sus unidades de frenado.
El planeta estaba asolado.
—Santo Dios —musitó Young. Se sentó sobre una columna rota y se secó la cara—. No queda ni una mierda. Nada de nada.
La tripulación comenzó a preparar dispositivos de defensa. El equipo de comunicaciones montó un transmisor accionado median­te pilas. Un equipo técnico perforó el terreno en busca de agua. Otros equipos exploraron los alrededores, en pos de comida.
—No encontrarán la menor señal de vida —dijo Halloway. Señaló con un ademán la inmensa extensión de escombros y herrumbre—. Se extinguieron hace mucho tiempo.
—No lo comprendo —murmuró Mason—. ¿Cómo pudieron arruinar todo un planeta?
—Nosotros arruinamos la Tierra en treinta años.
—Pero no de esta manera. Han agotado Marte. Han agotado todo. No queda nada. Nada de nada. Una gigantesca montaña de desechos.
Halloway intentó encender un cigarrillo con sus dedos temblo­rosos. La cerilla prendió y se apagó. Se sentía ligero y embriagado. Su corazón latía con violencia. El lejano sol, pálido y pequeño, refulgía en lo alto. Marte era un mundo muerto, solitario y frío.
—Lo habrán pasado fatal, viendo como sus ciudades se desmoro­naban —dijo Halloway—. Ni agua, ni minerales, ni suelo.
Tomó un puñado de arena seca y dejó que se escurriera entre sus dedos.
—El transmisor funciona —dijo un miembro de la tripulación.
Mason se levantó y se acercó tambaleante hasta el transmisor.
—Le diré a Davidson lo que hemos descubierto.
Se inclinó sobre el micrófono.
—Bien, me parece que estamos atrapados —dijo Young—. ¿Cuánto tiempo durarán nuestras provisiones?
—Un par de meses.
—Y después... —Young chasqueó los dedos—. Como los marcia­nos. —Miró de soslayo el largo muro corroído de una casa en rui­nas—. Me gustaría saber cómo eran.
—Un equipo semántico está examinando las ruinas. Tal vez des­cubran algo.
Más allá de la ciudad destruida se extendía lo que había sido en otro tiempo una zona industrial. Una sucesión de instalaciones, torres, tuberías y máquinas retorcidas, cubiertas de arena y en parte oxidadas. Huecos bostezantes practicados por excavadoras. Bocas de minas subterráneas. Marte estaba agujereado como un panal, de­vorado por las termitas. Toda una raza había intentado excavar y horadar para seguir con vida. Los marcianos, después de agotar los recursos de Marte, habían huido.
—Un cementerio —dijo Young—. Bien, recibieron su merecido.
—¿Les echas la culpa? ¿Qué debían hacer? ¿Perecer algunos mi­les de años antes y dejar su planeta en mejores condiciones?
—Podrían habernos dejado algo —replicó Young, empecinado—. Tal vez podamos desenterrar sus huesos y cocerlos. Me gustaría po­nerle la mano encima a uno de ellos el rato suficiente para...
Un par de tripulantes se acercaron corriendo.
—¡Miren esto! —Venían cargados con cilindros de metal cente­lleantes—. ¡Miren lo que hemos encontrado bajo tierra!
Halloway se incorporó.
—¿Qué es?
—Registros. Documentos escritos. ¡Entréguenlos al equipo se­mántico! —Carmichael dejó caer su cargamento a los pies de Ha­lloway—. Y esto no es todo. Hemos encontrado algo más: instala­ciones.
—¿Instalaciones? ¿De qué tipo?
—Lanzacohetes. Torres antiguas, carcomidas por el óxido. Hay mon­tones al otro lado de la ciudad. —Carmichael se secó el sudor de su rostro encarnado—. No murieron, Halloway. Se largaron. Agotaron el planeta y se dieron a la fuga.
El doctor Judde y Young se inclinaron sobre los tubos relu­cientes.
—Falta poco —murmuró Judde, absorto en la pauta cambiante que ondulaba en la pantalla de la computadora.
—¿Saca algo en claro? —preguntó Halloway, tenso.
—Se marcharon, no cabe duda. Se largaron. Todos.
Young se volvió hacia Halloway.
—¿Qué opinas? Por lo visto, la raza no se extinguió.
—¿Puede decirnos adónde fueron?
Judde negó con la cabeza.
—A algún planeta que sus naves exploradoras localizaron. Tem­peratura y clima ideales. —Apartó a un lado la computadora—. Toda la civilización marciana se orientó, durante su último período, hacia este planeta salvador. Un proyecto gigantesco, capaz de movilizar a toda una sociedad. Tardaron trescientos o cuatrocientos años en trasladar todo lo valioso de Marte a ese otro planeta.
—¿Cuál fue el resultado de la operación?
—Regular. El planeta era hermoso, pero tuvieron que adaptarse. Por lo visto, no tuvieron en cuenta todos los problemas derivados de colonizar un planeta extraño. —Judde indicó un cilindro—. Las co­lonias degeneraron con mucha rapidez. No pudieron conservar el empuje de sus tradiciones y técnicas. La sociedad se dividió. Des­pués, sobrevino la guerra, la barbarie.
—Por tanto, su emigración fue un fracaso —concluyó Halloway—. Tal vez sea imposible.
—No fue un fracaso —le corrigió Judde—. Sobrevivieron, como mínimo. Este planeta ya no servía para nada. Era mejor vivir co­mo salvajes en un mundo extraño que quedarse aquí para morir. Es lo que dicen estos cilindros.
—Acompáñame —dijo Young a Halloway.
Los dos hombres salieron del barracón del equipo semántico. Era de noche. El cielo estaba sembrado de estrellas centelleantes. Las dos lunas brillaban en lo alto, como dos ojos muertos en el frío cielo.
—Este lugar no nos será de ninguna utilidad —afirmó Young—. No podemos emigrar aquí, es evidente.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Halloway.
—Éste era el último de los nueve planetas. Exploramos todos y cada uno. —El rostro de Young estaba encendido de emoción—. Ninguno tolerará la vida. Todos son mortales o inútiles, como esta pila de excrementos. Todo el Sistema Solar está descartado.
—¿Y?
—Tendremos que salir del Sistema Solar.
—¿Y adónde iremos? ¿Cómo?
Young señaló la ciudad marciana en ruinas, las filas de torres oxidadas y desmoronadas.
—Adonde ellos fueron. Encontraron un lugar, un mundo virgen, más allá del Sistema Solar. Inventaron un sistema de propulsión que les llevara a ese punto.
—¿Quieres decir...?
—Debemos seguirles. Este Sistema Solar está muerto, pero afue­ra, en otro sistema, encontraron un mundo adecuado a sus necesidades, y una forma de trasladarse a él.
—Tendríamos que luchar con ellos si aterrizáramos en ese plane­ta. No querrán compartirlo.
Young escupió en la arena, irritado.
—Sus colonias degeneraron, ¿te acuerdas? Cayeron en la barba­rie. Podremos manejarles. Contamos con toda clase de armas... Ar­mas capaces de dejar un planeta como la palma de una mano.
—No queremos hacer eso.
—¿Qué queremos hacer? ¿Decirle a Davidson que estamos atra­pados en la Tierra? ¿Permitir que los seres humanos se conviertan en topos, en seres reptantes y ciegos...?
—Si seguimos a los marcianos, tendremos que luchar para arre­batarles su mundo. Ellos lo encontraron; les pertenece a ellos, no a nosotros. Y es posible que no descubramos su sistema de propul­sión. Es posible que los planos se hayan perdido.
Judde salió del barracón del equipo semántico.
—Tengo más información. Toda la historia está aquí. Detalles so­bre el planeta al que huyeron: flora y fauna, estudios sobre la gravedad, densidad del aire, yacimientos minerales, estratos del suelo, clima, temperatura... Todo.
—¿Y su sistema de propulsión?
—También. Todo. —Judde temblaba de emoción—. Tengo una idea. Pasemos los esquemas al equipo de ingenieros, por si pueden du­plicarlos. En tal caso, seguiremos a los marcianos. Podríamos com­partir su planeta.
—¿Lo ves? —dijo Young a Halloway—. Davidson sostendrá la mis­ma opinión. Es obvio.
Halloway dio media vuelta y se alejó.
—¿Qué le pasa? —preguntó Judde.
—Nada. Lo superará. —Young garrapateó con rapidez un mensaje en un trozo de papel—. Ordene que transmitan esto a Davidson.
Judde leyó el mensaje por encima y silbó.
—Es un informe sobre la emigración marciana y el planeta al que escaparon.
—Queremos empezar cuanto antes. Tardaremos mucho en hacer­nos con el control.
—¿Cambiará Halloway de opinión?
—Cambiará de opinión. No se preocupe por él.
Halloway levantó la vista hacia las torres. Las torres inclinadas y semiderruidas desde las que habían despegado las naves marcia­nas, miles de años atrás.
No se advertía ni el menor signo de vida. Todo el planeta estaba muerto.
Halloway paseó entre las torres. La linterna de su casco señalaba un sendero blanco frente a él. Ruinas, montones de metal oxidado. Montañas de cables y materiales de construcción. Piezas de maqui­naria. Partes de edificios a medias enterrados que surgían de la arena.
Llegó a una plataforma elevada y subió los escalones con cautela. Se encontró en un observatorio, rodeado por los restos de cuadrantes y medidores. Un telescopio continuaba encajado en su sitio.
—¿Oiga? —dijo una voz desde abajo—. ¿Quién está ahí?
—Halloway.
—Dios mío, me ha asustado. —Carmichael desvió su rifle y trepó por la escalerilla—. ¿Qué está haciendo?
—Echaba un vistazo.
Carmichael apareció, jadeante y enrojecido.
—Estas torres son muy interesantes. Era un sistema de señales automático, para facilitar el despegue de las naves de carga. La po­blación ya se había marchado. —Carmichael palmeó el cuadro de mandos destruido—. Las naves de carga continuaban despegando después de la partida de los marcianos, cargadas de máquinas y ac­tivadas por máquinas.
—Es una suerte que encontraran un lugar adonde irse.
—Desde luego. El equipo de mineralogía dice que no queda nada, sólo arena, roca y cascotes. Ni siquiera el agua es buena. Se lleva­ron todo lo de valor.
—Judde dice que el mundo al que huyeron es encantador.
—Virgen. —Carmichael se humedeció sus gruesos labios—. Intocado. Árboles, prados y océanos azules. Me enseñó una proyección del cilindro por computadora.
—Es una pena que no tengamos un sitio como ése al que ir. Un mundo virgen a nuestra entera disposición.
Carmichael se había inclinado sobre el telescopio.
—Emplearon este aparato. Cuando enfocaba el planeta al que ha­bían huido, un relé activaba un mecanismo de disparo en la torre de control. La torre lanzaba las naves. En cuanto partían, un nuevo grupo se colocaba en posición. —Carmichael procedió a lim­piar las sucias lentes del telescopio—. Voy a probar si vemos el pla­neta.
Un vago globo luminoso flotaba en las viejas lentes. Halloway lo vislumbró, oscurecido por la mugre de siglos, oculto tras una cortina de partículas metálicas y polvo.
Carmichael se puso a cuatro patas para ajustar el mecanismo de enfoque.
—¿Ve algo? —preguntó.
—Sí —asintió Halloway.
Carmichael le apartó a un lado.
—Déjeme echar un vistazo. —Se inclinó sobre las lentes—. ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué pasa? ¿No lo ve?
—Lo veo —dijo Carmichael, poniéndose a cuatro patas de nuevo—. O el aparato se ha desviado, o el lapso de tiempo es demasiado grande. Sin embargo, debería ajustarse automáticamente. Claro que la caja de engranajes no se ha movido desde...
—¿Qué sucede? —preguntó Halloway.
—Es la Tierra. ¿No la ha reconocido?
—¡La Tierra!
Carmichael rió despectivamente, hastiado.
—Este estúpido aparato se habrá averiado. Quería echar un vista­zo a su planeta soñado, y resulta que es la vieja Tierra, de donde nosotros venimos. Me he roto los cuernos para arreglar este desas­tre, y ya ve lo que hemos conseguido.
—¡La Tierra! —murmuró Halloway.
Terminaba de contarle a Young lo sucedido.
—No puedo creerlo —dijo éste—, pero la descripción se ajusta a la Tierra de hace miles de años...
—¿Cuánto hace que se marcharon? —preguntó Halloway.
—Unos seis mil años —contestó Judde.
—Y las colonias establecidas en el nuevo planeta cayeron en la barbarie.
Los cuatro hombres permanecieron en silencio. Se miraron entre sí, con los labios apretados.
—No hemos destruido un mundo, sino dos —dijo por fin Halloway—. Primero, Marte. Una vez destruido, nos trasladamos a la Tie­rra. Y destruimos la Tierra tan sistemáticamente como Marte.
—El círculo se ha cerrado —habló Mason—. Hemos vuelto al prin­cipio, a recoger lo que nuestros antepasados sembraron. Dejaron Mar­te tal como lo vemos ahora, inservible, y hemos vuelto para mero­dear entre las ruinas como profanadores de tumbas.
—Cállese —le espetó Young. Paseaba de un lado a otro, irritado—. No puedo creerlo.
—Somos marcianos, descendientes de la raza que abandonó este lugar. Hemos vuelto de las colonias. Hemos vuelto a casa. —La voz de Mason adquirió un timbre histérico—. ¡Hemos vuelto a casa, a nuestras raíces!
Judde apartó el ordenador y se puso en pie.
—No existe duda. Contrasté sus análisis con nuestros registros ar­queológicos. Coinciden. El mundo al que huyeron, hace seis mil años, fue la Tierra.
—¿Qué le diremos a Davidson? —inquirió Mason. Lanzó una ri­sita feroz—. Hemos encontrado el lugar perfecto. Un mundo intocado por manos humanas, envuelto todavía en papel de celofán.
Halloway caminó hacia la puerta del barracón y miró en silencio hacia fuera. Judde se reunió con él.
—Es una verdadera catástrofe. Estamos atrapados sin remisión. ¿Qué demonios está mirando?
El frío cielo titilaba sobre sus cabezas. Las llanuras desoladas de Marte, kilómetros y kilómetros de ruinas desiertas, se extendían bajo la tenebrosa luz.
—Esto —respondió Halloway—. ¿Sabe lo que me recuerda?
—Un merendero.
—Botellas rotas, latas y platos tirados. Lo que dejan los excursio­nistas cuando se van. Sólo que los excursionistas han regresado. Han regresado..., y tienen que vivir entre la suciedad que han ocasionado.
—¿Qué le diremos a Davidson? —volvió a preguntar Mason.
—Ya le he llamado —contestó Young, cansado—. Le dije que po­díamos ir a un planeta alejado del Sistema Solar, que los marcianos habían inventado un sistema de propulsión.
—Un sistema de propulsión... —Judde meditó—. Esas torres. —Frun­ció los labios—. Quizá poseyeran un sistema de propulsión. Quizá valga la pena proseguir la traducción.
Se miraron entre sí.
—Diga a Davidson que vamos a continuar —ordenó Halloway—. Continuaremos hasta encontrarlo. No pensamos quedarnos en esta chatarrería abandonada. —Sus ojos grises brillaban—. Lo encontrare­mos. Un mundo virgen. Un mundo intacto.
Intacto —repitió Young—. Que nadie haya contaminado.
—Seremos los primeros —murmuró codiciosamente Judde.
—¡Es un error! —chilló Mason—. ¡Con dos es suficiente! ¡No des­truyamos un tercer mundo!
Nadie le hizo caso. Judde, Young y Halloway alzaron la vista, con el ansia reflejada en sus rostros. Abrieron y cerraron los puños, como si ya hubieran llegado. Como si ya fueran dueños absolutos del nuevo mundo y lo aferraran con todas sus fuerzas, destrozándo­lo átomo a átomo.